Dominar la música es dominar un poder. La música es invisible. Como la
magia, su poder sorprende. Causas y efectos se desencadenan frente al oyente y
en el oyente: arrebatos de locura e histeria, iluminaciones, puertas que se
abren al pecado, lujuria, calma, el recetario de dones y agravios de la música
es casi infinito. El poeta Fernando Quiñones se maravillaba de una historia
narrada en Al-Andalus. Un oyente atento es desbordado por un torrente de
emociones, se levanta enloquecido, mira en todas direcciones, crispado por la
energía, agarra lo primero que encuentra, un cazo con agua hirviendo y se lo
arroja encima. Pero la música no sólo obra su arrebato sobre las emociones,
sobre la inconsciencia, como si se tratara de una hipnosis furiosa o una
relajación profunda que empuja a la tormenta o la calma. La música obra sobre
las cosas, sobre el mundo. Es el poder del sonido sobre los reinos.
En la antigua Grecia la teoría musical impregnaba casi todas las ramas
del conocimiento del mismo modo que ella se nutría del resto de disciplinas.
Herófilo, médico
de la escuela alejandrina, trataba de regular la pulsación arterial en
consonancia con escalas musicales. Variados filósofos griegos concebían el
cultivo de la música como la siembra de la divinidad en lo humano. Galeno, médico nacido en Pérgamo en el siglo
II, estimaba a la música como tratamiento para cosas tan dispares como la
tristeza o las picaduras de serpiente.
El poder de la música podía actuar sobre los animales y las cosas. Causa
y efecto se sucedían en el tiempo, pero la conexión de los hechos permanecía
invisible.
Durante un viaje en barco, Arión de Metimna, virtuoso de la cítara y
formidable cantante, fue asaltado por la tripulación. Arión les propuso morir cantando. El trato parecía
justo. La víctima perecería en el ejercicio de su arte y los ladrones tendrían
la oportunidad de oír una de las mejores voces de Grecia. Su canto atrajo a los
delfines, saltó sobre el lomo de uno de ellos y alcanzó a salvo la costa de
Laconia.
Anfión, que reinó en Tebas y murió aseteado por las flechas de Apolo, era un iniciado en el arte
de la lira. Ayudó a construir las
murallas de Tebas moviendo las piedras con el sonido de su instrumento.
Mientras tocaba, las pesadas rocas se elevaban, le seguían y caían sobre el
lugar elegido.
Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Le Brun. Anfión tocando la lira.
En la tradición musical del norte de la india, existen ragas cuya
apropiada interpretación puede desencadenar lluvias o prender fuegos.
Pero el poder más valorado es el poder sobre el propio reino. El cuerpo
es el templo. Como en la alquimia, su aprendizaje es el destino y fin de un
camino paradójicamente interminable. Lluvias y fuegos son sucesos incidentales
del auténtico propósito. No puede interpretarse una raga al azar. Su
interpretación obedece el dictado de las horas del día, sean auroras,
crepúsculos o noches, del clima, de la geometría del lugar o, como también
sucede en la tradición árabe, del estado anímico del ejecutante. Los sonidos no
pueden contrariar el alma. La música no ha de perturbarla. El intérprete sólo
ha de generar los sonidos acordes al sí mismo de su presente. Maestros indios
prescriben catástrofes naturales si se violan estas normas. El poder de los
sonidos llega a ser temible en un espíritu desafinado. La música es la puerta
que gira hacia ese poder.
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