viernes, 31 de octubre de 2014

La paradoja de Maurice Ravel



            Maurice Ravel se sienta frente al piano. Presiona, aparentemente al azar, una tecla con fuerza. Reconoce el sonido. La nota “la” resuena en la habitación. Las moléculas que componen la habitación se movilizan. En algunas zonas se dispersan, en otras se aglutinan. En estas últimas la temperatura aumenta. Se producen cambios de presión. Como en el mar, donde las olas llegan hasta la orilla pero el agua permanece quieta, una ola viaja entre las paredes del salón de Ravel. El aire que inunda la cavidad timpánica del músico recibe el impacto. Aun entonces es una marea silenciosa la que se propaga en la habitación, pero pronto, la arquitectura que reposa a ambos lados de su cabeza, delatará el sonido. Más tarde lo nombrará, lo cotejará con la memoria de una vida, de una civilización y podrá darse cuenta al fin, de que era un “la” lo que sonaba. Pero Ravel cierra la tapa del piano. El reconocimiento quizás ha sido un sueño, una mera ilusión.

            Ravel se alistó al ejército francés con 40 años de edad, donde fue reclutado para el puesto de chofer, dado que su peso distaba dos kilos del mínimo exigido. Enfermo de disentería regresó a París a tiempo para acompañar a su madre hacia la muerte. Había nacido en el País Vasco francés, estudiado en el conservatorio de París y compuesto obras de gran popularidad. Esta enumeración de datos son columnas azarosas que sostienen una vida comprendida entre el 7 de Marzo de 1875 y el 28 de Diciembre de 1937, entre Ciboure y París, entre el cercano compás del corazón materno y los últimos sonidos que asistieron a su muerte.  Ravel desplegó sus años de existencia hacia un final que algunos consideran mitológico.   
Afectado por una  enfermedad cerebral que embestía los centros neurológicos de la coordinación motora y la capacidad de hablar, la literatura refiere una anécdota trágica. Se describe a Ravel en París, en casa de un amigo, frente a una radio, una melodía surge del altavoz y comenta sorprendido la ingeniosidad de la obra, curioso y sorprendido, pregunta a su amigo por el autor de la pieza y éste le responde: Maurice Ravel. Entre las nuevas realidades tejidas por la enfermedad, se halla de un ser humano que es capaz de componer música, pero incapaz de expresarla al mundo, de tenderlas como una mano abierta hacia el exterior. De esta forma, la creatividad musical de Ravel permanece cercada por la terca frontera del propio Ravel. Concibe nuevas obras que nacen, crecen y mueren en él. La enfermedad degenera y Ravel se somete a una intervención quirúrgica que fracasa. La operación empeora una situación que termina por devastar su cerebro. Los médicos buscaron en su cerebro un tumor inexistente y dejaron en la búsqueda una semilla de oscuridad. Sumido en un coma profundo, el músico navega los días. Completamente inconsciente, desconoce el invierno de su muerte. 


Los derechos de su obra han degenerado en cruentas batallas legales y cifras millonarias que se alojan en paraísos fiscales. Sus composiciones suenan por todas partes desde radios, ordenadores, salas de cines y teatros, televisores, gargantas o arpas. Su cuerpo, que perdió la fuerza de unión de la vida a la tres y media de la madrugada, comenzó a disgregarse cediendo su estructura a la más vasta estructura del mundo La arquitectura, ingrávida, hecha de memorias y fotografías de su cuerpo habita imaginaciones diversas. En distintos lugares la temperatura del aire aumenta por las vibraciones de su obra, mece las presiones y viaja hacia mentes que no habían nacido el día de su muerte. Ravel, como cualquier hombre, es huella, vive como estela derivando en el caos ordenado del tiempo, como una música. Las composiciones que no sonaron, las que no pudo dar al mundo, quizás logró entregarlas cuando su cuerpo disolvió sus fronteras, o quizás la música suena en el silencio, incluso allí agita las moléculas. La realidad se nutre de paradojas como la de un músico incapaz de compartir su música, como la de un silencio poblado de músicas.


El vídeo contiene una versión de Sergiu Celibidache del Bolero de Ravel al frente de la Orquesta Sinfónica de la Orquesta Nacional de Dinamarca en el año 1971. 


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