viernes, 9 de enero de 2015

La música y el poder sobre los reinos.



Dominar la música es dominar un poder. La música es invisible. Como la magia, su poder sorprende. Causas y efectos se desencadenan frente al oyente y en el oyente: arrebatos de locura e histeria, iluminaciones, puertas que se abren al pecado, lujuria, calma, el recetario de dones y agravios de la música es casi infinito. El poeta Fernando Quiñones se maravillaba de una historia narrada en Al-Andalus. Un oyente atento es desbordado por un torrente de emociones, se levanta enloquecido, mira en todas direcciones, crispado por la energía, agarra lo primero que encuentra, un cazo con agua hirviendo y se lo arroja encima. Pero la música no sólo obra su arrebato sobre las emociones, sobre la inconsciencia, como si se tratara de una hipnosis furiosa o una relajación profunda que empuja a la tormenta o la calma. La música obra sobre las cosas, sobre el mundo. Es el poder del sonido sobre los reinos. 


En la antigua Grecia la teoría musical impregnaba casi todas las ramas del conocimiento del mismo modo que ella se nutría del resto de disciplinas. Herófilo, médico de la escuela alejandrina, trataba de regular la pulsación arterial en consonancia con escalas musicales. Variados filósofos griegos concebían el cultivo de la música como la siembra de la divinidad en lo humano.  Galeno, médico nacido en Pérgamo en el siglo II, estimaba a la música como tratamiento para cosas tan dispares como la tristeza o las picaduras de serpiente.
El poder de la música podía actuar sobre los animales y las cosas. Causa y efecto se sucedían en el tiempo, pero la conexión de los hechos permanecía invisible.
Durante un viaje en barco, Arión de Metimna, virtuoso de la cítara y formidable cantante, fue asaltado por la tripulación. Arión les  propuso morir cantando. El trato parecía justo. La víctima perecería en el ejercicio de su arte y los ladrones tendrían la oportunidad de oír una de las mejores voces de Grecia. Su canto atrajo a los delfines, saltó sobre el lomo de uno de ellos y alcanzó a salvo la costa de Laconia. 

                                                             William-Adolphe Bouguereau  - Arion sobre el delfín (1855)

Anfión, que reinó en Tebas y murió aseteado por las  flechas de Apolo, era un iniciado en el arte de la lira. Ayudó a construir  las murallas de Tebas moviendo las piedras con el sonido de su instrumento. Mientras tocaba, las pesadas rocas se elevaban, le seguían y caían sobre el lugar elegido.

 
Marie-Louise-Élisabeth Vigée-Le Brun. Anfión tocando la lira.


 En la tradición musical del norte de la india, existen ragas cuya apropiada interpretación puede desencadenar lluvias o prender fuegos.
Pero el poder más valorado es el poder sobre el propio reino. El cuerpo es el templo. Como en la alquimia, su aprendizaje es el destino y fin de un camino paradójicamente interminable. Lluvias y fuegos son sucesos incidentales del auténtico propósito. No puede interpretarse una raga al azar. Su interpretación obedece el dictado de las horas del día, sean auroras, crepúsculos o noches, del clima, de la geometría del lugar o, como también sucede en la tradición árabe, del estado anímico del ejecutante. Los sonidos no pueden contrariar el alma. La música no ha de perturbarla. El intérprete sólo ha de generar los sonidos acordes al sí mismo de su presente. Maestros indios prescriben catástrofes naturales si se violan estas normas. El poder de los sonidos llega a ser temible en un espíritu desafinado. La música es la puerta que gira hacia ese poder.

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