Si alguien ha cantado con devoción exagerada el poder de la música sobre la consciencia, esos han sido sus detractores. Suele ser rasgo de los enemigos dotar de razón y sentido el estatus de aquello que combaten. En una ocasión un grupo de teólogos cristianos afirmó que preferían el ateismo de los países comunistas al desdén y la pasividad hacia dios que exhibía la posmodernidad. Es la misma lógica que conduce a los enamorados cantantes de boleros a recitar:
"Ódiame por piedad yo te lo pidoódiame sin medida ni clemenciaodio quiero más que indiferenciaporque el rencor hiere menos que el olvido."
Hoy tratamos de un siglo turbulento en Europa en lo relativo a la música. Durante el siglo XV la contienda contra su poder terminó en
variados fuegos, pues se entendía que éste cumplía las funciones de destruir y
purificar. En 1415, un sacerdote checo llamado Jan Hus acudió a la ciudad
de Costanza para aportar su renovadora perspectiva, embrión del protestantismo,
ante los oídos de un Concilio que pretendía salvar a la Iglesia del Cisma en la
que se hallaba sumida, hasta tres Papas disputaban la máxima autoridad. El
resultado fue catastrófico. Jan Hus fue condenado como hereje y quemado
vivo. Veinte años más tarde sus seguidores, llamados los husitas, entraron en
las iglesias de Bohemia y destrozaron sus órganos, excomulgaron a los
trovadores y prohibieron el uso de instrumentos musicales.
Un sacerdote franciscano, hoy santificado por la Iglesia, conocido como
Bernardino de Siena y especialmente hábil en el ejercicio de predicar, llegó a
convencer a las devotas mujeres romanas de que quemaran sus libros de
canciones. Les decía con fervor a sus feligreses que se guardaran de los
placeres de la música, goces improcedentes y peligrosos que podían conducir a
la perdición.
Pero si de hogueras se trata, egregias fueron las organizadas en
Florencia por el dominico Savonarola. En ellas ardieron todo lo que contradecía
su ideal de vida cristiano: maquillajes y ungüentos aliados de la tentación,
los licenciosos libros de Bocaccio, los espejos aduladores de la materia,
algunas obras de Botticelli e incontables instrumentos y escritos musicales. De
esta forma, la vanidad florentina ardía, purificándose, según las intenciones
del dominico, de las frivolidades que les eran cotidianas y desterrando con
ello incluso su fama continental de sodomitas.
Savonarola, enemigo de los
excesos, combatió con vehemencia la música por las mismas razones que algunos
de sus antecesores lo hicieron, porque desalmaba al hombre de su cristianismo y
le guiaba a sendas oscuras e inconscientes, pecaminosas y literalmente
infernales. Años más tarde, el propio Savonarola sería excomulgado, declarado
hereje y conducido a la florentina Piazza della Signoria para ser
quemado. Despojado de sus vestiduras y encadenado a una cruz ardió en una
hoguera situada en el mismo lugar donde cosméticos, libros e instrumentos lo
habían hecho con anterioridad. Los verdugos recogían sus restos y volvían a
introducirlos en el fuego para evitar que sus seguidores obtuvieran reliquias.
Era una época de excesos. Probablemente todas las épocas son tiempo de excesos,
sea quizás lo excesivo una plausible definición de lo humano. No fueron éstas
del siglo XV las primeras hogueras, de la misma forma que no fueron las
últimas. Hoy mismo se encienden fuegos.
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